En HagalaU seguimos empeñados en contar historias de la música, sus lugares y el mandato poderoso que ejerce sobre la vida de las personas. Hoy presentamos un nuevo relato
Mauricio López // 20 de junio de 2018
Podría uno morirse sobre uno de esos muebles resquebrajados por tantos años de uso y falta de cuidado, y nadie lo notaría. Podría uno intoxicarse por el olor rancio de esa humedad añeja que se despide de todos los rincones, y nadie lo notaría.
Y quizás Chucho seguiría escupiendo silogismos sobre política internacional desde la barra; uniendo una canción tras otra en su obsoleto Axus para darle gusto al cadáver.
Y tal vez ingrese algún fulano extraviado para preguntar una dirección, y tampoco se dará cuenta del sujeto yerto sobre el mueble infecto.
Nadie, nadie se daría cuenta de esa muerte, porque donde Chucho ya no va nadie, y sin embargo él sigue atendiendo y enlazando una canción tras otra en su Axus, y poniendo CNN en su televisor de 32 pulgadas, como si aún estuviera en sus mejores años, esos tiempos en los que al menos entraban un par de parejas homosexuales huyendo del escarnio público, o algún par de colegialas experimentando el centro, el sexo, la marihuana.
Entonces Chucho se permitía pequeños affaire con el “perico” de Barrio Antioquia, ese que le producía cierta ataraxia, y que lo impulsaba a poner arias románticas de Puccini y Paganini.
Nunca tuvo un letrero, un nombre. El bar siempre ha sido un abismo en el uno que otro transeúnte embelesado ha llegado a sucumbir de buena gana.
Pequeño pero insondable, ese cuartucho artificioso, ubicado frente al Teatro Pablo Tobón Uribe, y adornado con fotos de viejos dinosaurios y revistas de diosas semidesnudas, ha permitido escapes inimaginables a esos mundos imperfectos que describen músicos de todas las dimensiones, porque la música donde Chucho es inconmensurable, y toda parece seguir un mismo trayecto en ese sinuoso pentagrama inventando por el dueño, un Diógenes de Sinope que vive de las sobras que logren escarbar de los bolsillos sus finos clientes nihilistas.
Es verdad, nadie se daría cuenta de una muerte en ese bar de tenue putrefacción, pero tan honesto como cualquier miserable al que ya no le queda nada por perder.